Imaginemos que los niños/as “objetivo” (que pueden ser los de uno, o los vecinos, o unos alumnos/as) no responden al cariño y las buenas palabras (Límite Primero); que tampoco responden cuando les hablamos seriamente (Límite Segundo)… Ahora los niños/as deben saber -y se lo vamos a decir- que cuando pasan de estos límites nosotros lo pasamos mal, nos enfadamos o dejamos de quererlos (Límite Tercero).
En función de la gravedad de lo que los críos han hecho… (que no se trata de ser un aguafiestas todo el tiempo), el tiempo de nuestro enfado será mayor o menor.
No se trata, ya digo, de estar todo el día: “si no me haces caso no te voy a querer”, porque es claro que en seguida se aprenderían el soniquete y no serviría de nada. Es importante tener siempre en cuenta que los niños/as necesitan límites, y que ellos/as mismos van probando hasta dónde pueden llegar. Por eso, este límite hay que aplicarlo sobre conductas que se repiten con cierta frecuencia, y no sobre un hecho o acción puntual. Así, cuando vuelvan a repetir esa conducta indeseada podrán recordar sus consecuencias.
No obstante, tan negativo es aguantar sus injusticias por aquello de “ser un educador enrollado” y no llevarles la contraria, como no pasarles ninguna y estar a la que salta.
El chantaje emocional, bien usado, es muy eficaz, pero exige un requisito imprescindible: cariño previo.
Solo si los críos saben, sienten, sin duda alguna, que tú los aprecias (Límite Primero: Miel y Rosas), solo entonces echarán en falta que les retires tu cariño y tu aprecio, así sea momentaneamente.
Siguen siendo necesarias ciertas dotes interpretativas (sobre todo cuando hablamos de repartir cariño a diario entre cien y ciento cincuenta niños/as) y, sobre todo, consistencia: de poco sirve decirle a un niño (aunque sea el tuyo) que estás enfadado con él porque ha tirado el plato suelo, si a los cinco minutos estas comiéndotelo a besos. Decidamos mentalmente un tiempo de enfado prudencial (de 15 minutos en adelante, en función de lo sensible que sea el niño/a) y actuemos en consecuencia, ¡aunque coja el plato y lo ponga en su sitio!. Se trata de que perciba que una acción está mal, no de que asocie reparación del daño (plato en su sitio) con premio (besos).
Si los dos límites anteriores marcan, como en un paréntesis, el campo de juego (postivo y negativo), este límite supone una primera reflexión sobre las normas de juego. Por eso es inútil pretender que surta efecto en niños menores de dos años.
Partimos de la certeza de que lo que a los niños/as les conviene es solo decisión nuestra: ¡no los convirtamos en adultos prematuros pordiós!. Aquí no hay democracia que valga. Este sistema se parece mucho -lamentablemente- al que vivimos hoy día los adultos: unos toman las decisiones por nosotros y a nosotros solo nos queda estar de acuerdo, o no, pero siempre obedecer a alguien. Tratándonos como a niños pequeños.

Entiendo que haya a quién le pueda parecer este rollo de los límites educativos una manera de educar en la represión. No lo dudéis: así es. Desde que nacemos vivimos y aprendemos diferentes tipos de represión: en el hogar, en la calle, en la escuela. Se trata por tanto de reflexionar, como educadores que todos somos, sobre la necesidad de reprender conductas negativas y aplaudir las positivas, por dos razones fundamentales:
– porque cada persona es diferente, y lo que le sirve a uno puede ser inútil para otro.
– y porque (permitidme la cursilada) la libertad es hija del conocimiento y éste es hijo de la cultura: La cultura es natural y artificial a partes iguales, y nadie aprendió a leer solo.
O como diría el Gran Wyoming: se sufre, pero se aprende.