Si yo le digo a un amigo: “no le digas bicho a tu hija, a menos que quieras que se comporte como un auténtico bicho, y acabe siendo un bicho”; entra dentro de lo posible que el amigo me diga: “¡porque tú lo digas va a ser eso así!”

Si le digo, sin embargo, que el llamado “efecto Pigmalión” consiste en que las expectativas que un grupo de personas nos hacemos de otro individuo llegan a condicionarlo, ya no parece tan descabellada la afirmación.

En todos los órdenes de la vida se reproduce este “Efecto Pigmalión”. En el aula escolar es donde mejor se aprecian los resultados de una educación represiva. Porque lo más lamentable de este “efecto” es que se produce mediante una limitación constante (tiene que serlo) de la libre expresión del niño o de la niña.

Un niño o una niña, las personas en general, nos desenvolvemos todo lo libremente que las estructuras en las que estamos sujetos nos permiten. Pero es la cultura la que nos ata. Y esta cultura opera mediante unos mecanismos no siempre perceptibles a primera vista, como el efecto del que hoy hablo.

Si a un niño le dices una vez y otra que es muy malo, tiene muchas posibilidades de que acabe comportándose como lo que se espera de él: mal. Para esto, sin duda, probará mil y una “maldades”. Y en todas y cada una siempre encontrará a un “educador” dispuesto a reforzarle el comportamiento: “huy, pero qué malo es este niño”. U otras más sibilinas: “no seas malo”; “no seas tan malo” (=lo eres, pero no lo seas, luego, para ser malo, continúa siéndolo).

Como si de las fotos de una excursión se tratara, cuando se habla de educar en valores lo importante es enseñar “el positivo” y no “el negativo”.

Si un niño está comportándose mal (nunca “siendo malo”), se trata de modificar ese comportamiento (nunca “al niño”).
Unos pedagogos dirán que se trata de analizar las causas que ocasionan ese comportamiento.
Otros pedagogos dirán que el simple hecho de modificar el comportamiento aleja las causas que lo provocaron.
En cualquiera de los casos o, mejor, con la suma de ambos, se trata de planificar actividades disuasorias o de reforzamiento positivo. Estas actividades lo que pretenden es dar trabajo en positivo, creativo, enriquecedor a ese niño, obviando como si no hubiera existido los efectos de actividades perjudiciales previas (sin darle ¡tanta importancia! a cuáles fueron las causas que las generaron, porque esto supone ahondar en “lo negativo”, como a generar una situación realmente novedosa que desbloquee la parte creativa del niño, lo que supone un trabajo “en positivo”). Para eso es fundamental conocer cuáles son los intereses del niño. Porque ¡no a todos los niños y niñas les interesan las mismas cosas!.

Para conocer a un niño o niña es fundamental desear hacer el esfuerzo por conocerlo. Este esfuerzo es el que muchos educadores (¡¡y muchos padres y madres!!) se niegan a realizar. Tenedlo en cuenta, porque puede facilitar mucho el camino a transitar.

En el campo de la política se suceden situaciones muy similares a la descrita aquí.