Damos premios y castigos constantemente, consciente e inconscientemente; con nuestro modo de hablar y de mirar, con nuestros gestos.
Pero como no se trata de establecer un tratado de conducta, me limitaré a decir los aspectos que considero más importantes que un educador debe saber al respecto, todos los cuales se resumen en dos que vienen a ser el mismo, pero desde diferente punto de vista:
El condicionamiento, y el efecto Pigmalión, del que ya he hablado aquí mismo.
Por resumir la idea fundamental, podríamos decir que si condicionamos a una persona, podemos llegar a hacerle creer -y a comportarse como- lo que queramos. Podemos inducirla a pensar que ella es increíblemente buena, o que ella es increíblemente perversa.
Como norma, yo evitaría el abuso de premios y castigos, lo mejor es establecer relaciones de amistad sana en las que desenvolvernos con la máxima libertad posible, sin miedos ni temores. Es sorprendente todo lo que se puede conseguir de un niño/a a través del juego.
En caso de vernos en la necesidad de usar de premios y castigos (verbigracia, a la hora de educar a muchos niños en poco tiempo o pocos niños en mucho tiempo) intentemos ceñirnos a premiar conductas voluntarias positivas cuya motivación sea interna: las que surgen de la propia voluntad del individuo.
Imaginemos que el niño/a sin que nadie se lo diga recoge la mesa o los juguetes. O se lava las manos, se muestra generoso o hace los deberes. Esos momentos en los que su propia voluntad dicta el comportamiento, son los que hay que premiar.
Hay que evitar, por norma (quicir, en teoría, ya sabemos que la práctica es otra cosa), premiar conductas pedidas o exigidas “desde fuera” (motivación externa). Si acostumbramos al niño/a a obtener un premio solo cuando hace lo que le pedimos, o bien, lo haremos dependiente de nosotros, ¡esto en el mejor de los casos!, o bien, lo convertiremos en una persona indolente, que solo reacciona cuando ve ante sí un premio que conseguir (o un castigo que evitar).
Evitemos, asimismo, recurrir siempre a castigos y premios tangibles. Muchas veces son mejores y más duraderas las palabras de ánimo, el reconocimiento público o un beso, que cualquier otra cosa. De igual modo, al contrario, un reproche puede ser más eficaz que la retirada de un juguete o sentarlo en una silla cinco minutos. Aunque no siempre.
Como vemos, este límite es una ampliación de los límites anteriores. Así, el Límite Primero podría entenderse como un modo de premiar conductas, y el Límite Segundo y el Tercero como un modo de reprimirlas.
Es importante, no obstante, no olvidar la importancia que los niños otorgan al premio y al castigo. Y no es tanto el placer y el miedo que les puede llegar a provocar lo que ellos hagan, sino el efecto fisiológico que experimentan al salirse de las normas y rutinas habituales. En este sentido, tan placentero les puede resultar hacer algo bueno como algo malo. Al principio, durante los primeros años de vida, es fácil que los niños no distingan claramente lo uno de lo otro. El conductismo bien aplicado (“el palo y la zanahoria” de toa la vida) en estos casos los sacará de dudas. Pero no abusemos si no queremos que nuestros hijos (o alumnos) acaben babeando nada más vernos aparecer por la puerta, como si de los perros de Pavlov se trataran.
Por último, dediquemos algún tiempo a reflexionar sobre los premios y castigos que otorgamos a diario, para ver si cumplen el objetivo que se suponen deben cumplir.
El castigo y el premio deben ser administrados inmediatamente después de la acción que las ocasionó, para ayudar al niño a que relacione causa-efecto.
Intentemos que el castigo (también el premio) guarde relación con el hecho que lo ocasionó: si el niño ha roto algo no puede moverse hasta que lo arregle (por ejemplo); si le ha pegado a alguien no puede jugar con él; si no hace caso, no le haremos caso; etc… Intentemos utilizar el modo de pensar de los niños en nuestro favor (que es el suyo): lo que no le gusta al niño, eso que supone para él un gran castigo es… precisamente eso que le estamos diciendo en este preciso instante que no puede hacer.