Termino hoy lo que comencé hace 1 año y 2 días (Los Límites en la Educación). Releo lo escrito y sigo estando de acuerdo. He modificado algunas palabras de los textos escritos, para darles mayor coherencia discursiva. Ya he dicho, y lo repito, que lo único que prentendo con estos escritos es mostrar una parte de mi experiencia (no toda, claro) que considero importante en la labor educativa que llevo a cabo con mis dos hijos (Nerea y Miguel, de 4 y 3 años). Algunos aspectos de lo escrito hasta ahora puede ser desarrollado, además, con alumnos/as en clase (yo lo hago); otros no (verbigracia: el “cachete educativo”).

El bloqueo consiste en evitar que el niño/a realice una acción/conducta que no deseamos. Así, el bloqueo puede ser físico (Ej: interponerse entre agresor y víctima), pero también “mental” (Ej: esperar a la puerta de su dormitorio para que al atisbar nuestra presencia, dé media vuelta y se acueste en su cama; o dejar de mirarlo y girarnos de manera ostensible, ignorando su presencia por estar realizando una acción que nos disgusta). El bloqueo también debe ser aplicado con consistencia si queremos que dé frutos. De nada sirve hacerle la guardia en la puerta del dormitorio al crío una noche, al irse a acostar, si a la siguiente noche desistimos. La educación exige cercanía, proximidad física. Por esto, fundamentalmente, es agotadora. Hay veces, no obstante, que esta cercanía es infructuosa, inútil o imposible. Como cuando vamos conduciendo.
Si estamos seguros de que nuestro hijo/a comprende la conducta Equis que queremos que realice, porque se la hemos explicado con cariño auténtico y buenas palabras (Pongamos por ejemplo: ir sentado correctamente en el coche) o la Anticonducta Equis que queremos que evite realizar (ej: soltarse el cinturón), y a pesar de ello persiste en el error, procederemos a aplicar el Límite Segundo, utilizando órdenes sencillas que queremos que cumpla (¡Siéntate, por favor!; ¡abróchate el cinturón!). A continuación deberemos intentar desviar su atención hacia otros aspectos del paisaje que nos rodea y si no resulta, “comenzar a enfadarnos” (avisando previamente). Si tampoco resulta (y hay veces que no resulta, doy fe), pasamos directamente al Límite Tercero: Estamos enfadados; se retira la atención y los afectos durante un tiempo determinado que nuestro hijo debe saber: y se cumple a rajatabla. Si decimos, “estoy enfadado, déjame tranquilo”, debemos repetírselo cada vez que intente interactuar con nosotros, y hasta que el enfado “se nos pase”. Las dotes de interpretación son también necesarias en la educación y también la constancia. Ahora también estamos educando emocionalmente a nuestros hijos, seamos conscientes de ello: que no todo son alegrías en esta vida. Un tiempo prudencial de enfado pueden ser 3 o 4 horas. Depende de la importancia que le queramos dar a la anticonducta, el tiempo que queramos aguantar “enfadados” y, last but not least, la importancia que le demos a nuestros enfados: un enfado que dura 10 minutos o hasta que hayamos aparcado el coche, es una mierda de enfado. Así, nunca tomarán en serio nuestros “enfados”.
Llegado este punto, es más que probable que hayamos que tenido que parar el coche y amenazarles con no reanudar la marcha hasta que la conducta Equis se cumpla. Pero si tampoco resulta, y el niño sobrepasa el Límite Tercero, deberemos aplicar el Límite Cuarto. Si es posible, en el caso de nuestro ejemplo, nuestro acompañante puede “bloquear” la Anticonducta Equis del niño y aplicar un castigo avisado (la retirada de juguete o un “premio” prometido). Pero, ¿qué hacer si pese a todo continúa con su Anticonducta Equis? Un cachete en la mano con la que se está soltando el cinturón de seguridad es lo más aconsejable.
Como vemos, el cachete debe servir solo para reprimir dos tipos de conducta:
1) la que pone en peligro la vida o la salud del que la realiza (soltarse el cinturón de seguridad, asomarse a una ventana, jugar con los cepillos de dientes donde no deben, chupar/tragar objetos…).
2) la que pone en peligro la vida o la salud de otra persona (pegar, arañar, escupir a otra persona; empujar en las escaleras, etc).
El cachete no tiene por qué ser violento. Se trata de hacer que nuestro cerebro (el de nuestros hijos, en este caso) establezca una relación fisiológica entre una conducta que consideramos negativa y una sensación no placentera. Este displacer no tiene porque ser un palo fuerte, al contrario. A los animales nos sucede que solemos acabar tolerando cualquier cosa que se nos presente de modo repetido. Si empezamos golpeando fuerte a quien no nos obedece, terminaremos necesitando la fuerza bruta para someterlo a nuestros dictados. Y no se trata de eso. No se trata de imponer nada por la fuerza. El efecto del cachete es más sutil, ya digo, opera a nivel más mental que físico. Tengámoslo en cuenta.

Hoy puedo afirmar que con mi hija Nerea la aplicación sistemática (casi siempre) de estos límites surte efecto. Ya no recuerdo cuando fue la última vez que tuve que “pegar” a mi hija. Tiene 4 años y medio y es una niña obediente, sensible y simpática, capaz de controlar muchos de sus impulsos.
Con Miguel, de 3 años, es algo diferente. Aún no controla sus apetitos (comer, beber y dormir), ni sus esfínteres. Y tampoco sus deseos, que todavía quiere que se cumplan “aquí y ahora”. Pero el progreso es notable.