Cuando hablamos de Autonomía en educación nos referimos a los objetivos que persiguen que los niños y niñas distingan lo bueno de lo malo (autonomía moral) y lo verdadero de lo falso (autonomia intelectual), fundamentalmente (esto explica en gran medida porqué la asignatura de religión es tan dañina, pero este no es el tema de hoy).
Sucede que estos objetivos son tan grandes y lejanos que hay que acercarlos, ponerlos al alcance de los alumnos y alumnas. Es un proceso bastante complejo, si profundizas, pero las líneas principales son bastante nítidas.
Las primeras barreras que tenemos que intentar eliminar son las de la comunicación: un niño que no comprende lo que le dice un adulto, difícilmente podrá responder correctamente a lo que se le pide. Porque lo que guía la conducta de un niño son las palabras que aprende, y no tanto las órdenes que recibe. Por esta razón a los niños y niñas se les enseñan canciones que acompañan actividades diarias como recoger los juguetes (“a recoger, a guardar, cada cosa en su lugar, sin romper, sin tirar, que mañana hay que jugar”). No es porque sea más gracioso y divertido cantar mientras se recoge, que también, sino porque si no aprenden las palabras que indican las acciones, nunca serán capaces de desarrollar esas acciones autónomamente. Incluso a partir del primer año de vida, en el que el vocabulario comprensivo del niño es ya bastante grande, podemos ya empezar a trabajar sistemáticamente determinados aspectos de la comunicación, que ayudarán a que se desarrollen habilidades ligadas a ella, y también la autonomía mencionada.
Y es que no puede existir Autonomía si no hay lenguaje en un contexto, es decir comunicación lingüística (curiosa la relación entre Autonomía-comunicación y Nación-idioma; lo dejo para otro apunte).
Así, si de lo que se trata es de conseguir niños autónomos, que aprenden por sí mismos, deberemos ayudarles a manejar, cuantas más mejor, herramientas comunicativas. Empezando por el principio, deberemos enseñar cuáles son estas herramientas, comenzando por las más rudimentarias para acabar con las más complejas. Si un niño no adquiere firmemente estas primeras herramientas, le será más difícil progresar en la adquisición del lenguaje-comunicación y, en consecuencia, le resultará más difícil ganar en autonomía y seguridad.
Grosso modo, esas primeras herramientas serían:
El contexto comunicativo. Dejaremos de lado el contexto lingüístico (sintaxis: orden de las palabras en la oración; sinónimos; palabras encadenadas; familias de palabras etc) y nos centraremos en el contexto situacional, en el que encontramos:
– Agentes implicados: quiénes, cuántos hablan/cantan…; cuáles son sus estados de ánimo (identificable por el tono de voz), su intención comunicativa (que se puede captar mirando a la cara del interlocutor), etc.
– El mensaje: grado de elaboración (podemos pedir lo mismo de diferentes modos: “agua” o, “por favor, me das agua”); potencial informativo (no es lo mismo decir: “me gusta el agua” que decir “me gusta el agua fresca que sale de la fuente de la plaza”; ni preguntar si tienes frío, a preguntar qué ropa es la que quita más frío); etc.
– El código y el canal en el que se transmite un mensaje: que puede ser inglés, cartagenero, andaluz, escrito, hablado, cantado, mímica…