Hay argumentos de algunos fumadores (de algunos, porque yo lo soy y no los comparto) que tienen cierto peso, pero igualmente se derrumban ante la evidencia.
Por ejemplo ese que dice que a nadie se le obliga a entrar a un bar. No es cierto. Hay muchas personas que se ven obligadas a trabajar de camarero/a que no tienen por qué tragarse el humo de los clientes. Además de que sí hay ocasiones en que uno está obligado a entrar a un bar (a asearse, a acompañar a un menor a asearse, a reponer mercancía, a tomarse una manzanilla porque estás mal del estómago…).
Pero es que, además, ¿por qué razones tengo yo -fumador ocasional- que tragarme el humo de los demás cuando a mi no me apetezca? Lo he hecho y he obligado a otros a hacerlo, porque no estamos educados en lo contrario, pero creo que ya está bien.
Yo aplaudo esta ley que me obligará a salirme del bar (o del restaurante) cuando quiera fumarme un cigarro. Pero también me parece bien que cerca del entorno de los menores de edad se prohiba fumar.
Porque lo que estamos olvidando es que a fumar se aprende viendo a otros fumar, y no está bien. Es una decisión ética, y por tanto compartida por una inmensa mayoría de personas, fumadoras y no fumadoras: y es que fumar no está bien. ¿A quién se le ocurriría exigir licencia para un bar al que la gente puediera ir “libremente” a toserle al vecino?. Pues es parecido: no está bien. Todos tenemos derecho a toser, claro, pero eso es una cosa (más o menos necesaria) y otra aceptar la institucionalización del toserío.
Es cierto que esta ley le viene muy bien al empresariado que verá cómo las horas de trabajo real de sus trabajadores aumentan cuando estos ya no puedan ir a cobijarse ni a los bares a echar el pitillo y, no apeteciéndoles la calle, coarten su libertad a la intoxicación y permanezcan sentados en el banco de trabajo.
El Estado se beneficia vía impuestos del tabaco. Claro. Y ojalá hiciera lo mismo con el hachís, la coca, etc. ¿Y qué? Mejor, si redunda en beneficios sociales. Si no, no. Como sucede con todos los impuestos.
Es cierto, también que mejorando la salud de esos mismos trabajadores se beneficia el Estado al reducir el dinero invertido en tratamiento de enfermedades respiratorias. Pero también, a la larga, por lógica, ello contribuirá a generar una ancianidad más longeva, a cargo de la Seguridad Social.
Si el resultado de ese beneficio repercute en pensiones dignas, me parece bien. Si no, es un déficit claro de la ley. Porque me parece inmoral obligar a la gente a vivir más y trabajar más, y no garantizarles ni un sueldo digno, ni una pensión digna. Eso no. Espero que el justo raciocinio de los que protestan contra la ley antitabaco les impulse a salir a la calle a fumar y, ya puestos, a reivindicar en manifestación pensiones justas, si no es así, carecerán de credibilidad ante mis ojos (libres de tabaco al menos).
También es cierto que nuestra sociedad “echa peste” en diferentes sitios y por diferentes mecanismos (coches/ruido, fábricas/clorofluorocarbonos, etc), y no siempre esta contaminación es física o química. Hay otro tipo de “contaminación” del alma (y el cuerpo) social tan perjudicial o más que el humo del tabaco. Pero una cosa no quita la otra. Es más: si limitamos un opio del pueblo es cuando estamos en disposición de hacerlo lo propio con otro (por ejemplo: podíamos dejar de sufragar con impuestos la mentira religiosa: a mentir a la calle).