El texto es de “Mi familia y otros animales” de Gerald Durrell, las fotos son de una de las salamanquesas que vive en nuestro patio y que se dejó ver ya hace un par de semanas por primera vez después del invierno.

Durante las horas diurnas, las salamanquesas residían bajo el yeso suelto de la tapia. Según declinaba el sol y la fresca sombra del magnolio envolvía casa y jardín iban apareciendo, asomando sus cabecitas por las rendijas para contemplar atentamente el entorno con sus ojos dorados. Poco a poco, arrastraban hasta la superficie sus cuerpos gruesos y aplastados, seguidos de una cola cónica que a la luz del atardecer adquiría un color ceniciento. Cruzando con cautela el muro salpicado de musgo, se acogían a la seguridad de la parra para esperar allí a que oscureciese y se encendieran las lámparas. Entonces elegían su terreno de caza y reptaban hasta él por los muros, dirigiéndose unas a los dormitorios, otras a la cocina, mientras que algunas se quedaban en la misma terraza. Una de aquellas salamanquesas escogió mi alcoba como coto particular. Yo la conocía muy bien y la bauticé con el nombre de Gerónimo, porque sus asaltos contra los insectos eran tan astutos y premeditados como las hazañas del famoso piel roja.

Gerónimo IIGerónimo II

Gerónimo parecía ser superior a los demás animales de su especie. En primer lugar, vivía solo, debajo de un pedrusco del macizo de zinnias al pie de mi ventana, y no toleraba que ninguna otra salamanquesa se acercara a su vivienda, ni mucho menos que entrara en mi alcoba. Se despertaba antes que sus congéneres y salía de debajo de su piedra cuando todavía la luz del crepúsculo bañaba el muro y la villa. Trepaba a toda prisa por el encalado precipicio hasta llegar a mi ventana, por cuyo borde se asomaba a fisgar, y sacudía rápidamente la cabeza dos o tres veces, nunca supe si para saludarme o de satisfacción de hallarlo todo tal como lo dejara. Tragando saliva, se sentaba en el alféizar hasta que oscurecía y yo traía una lámpara; al resplandor dorado de la luz cambiaba entonces de color, del gris ceniciento a un pálido rosa perlado que hacía resaltar su bonito diseño de granitos, prestando a su piel un aspecto tan fino y delgado que daban ganas de que fuera transparente para poderle ver los entresijos de su oronda barriga. Con ojos chispeantes de entusiasmo subía contoneándose por la pared hasta su rincón favorito, el rincón exterior izquierdo del techo, y allí se colocaba cabeza abajo en espera de su cena.

Gerónimo IGerónimo I