Comparto este texto con Vds. (la izquierda magufa y los escépticos de derechas) y así de alguna manera lo hago mio sobre un tema en que en muchas ocasiones he pensado en escribir sin hacerlo.

El texto original está aquí y lo firma Darwin Palermo. Léanlo es muy recomendable:

Conozco a algunas personas convencidas de las bondades de la homeopatía, la eficacia del Reiki y la inutilidad de las vacunas. A unas pocas las considero inteligentes y sensatas y aprecio sus opiniones en terrenos alejados de la tecnociencia. A otras… dejémoslo en que no. En cualquier caso, tengo por norma no discutir nunca sobre las pseudociencias con sus partidarios. La mayor parte de los cambios de opinión en este terreno son el resultado de experiencias personales, no de argumentaciones convincentes. Cuando un tratamiento alternativo convierte una enfermedad generalmente inocua en una patología potencialmente mortal, uno se vuelve más receptivo a los protocolos clínicos y a su fundamentación científica.

Los partidarios de los saberes alternativos sobrestiman el disenso en las ciencias, infravaloran el saber acumulado y sienten una gran aversión a la incertidumbre. No obstante, intento mostrarme respetuoso con las elecciones personales autodestructivas, estén o no basadas en el autoengaño. Lo digo sin mucha ironía. No creo que tengamos ninguna obligación de optar por una vida sana, prolongada, razonable y poco dolorosa. En general, los partidarios de la aromaterapia me resultan menos molestos que los adictos al crack, por no hablar de los aficionados a los coches de gran cilindrada. Que los defensores de las “hipótesis disidentes” del VIH puedan difundir sus doctrinas mientras los traficantes de heroína se pudren en la cárcel saca a la luz un inquietante grado de incoherencia en nuestra legislación. Pero ese es otro asunto.

En cambio, me cuesta mucho no mostrarme beligerante con la tesis de que las pseudociencias tienen alguna clase de afinidad con la izquierda política. Por fortuna, aún no es una idea de consenso. Seguramente porque muchos acólitos del Dr. Bach manifiestamente no son de izquierdas. Pero cada vez más gente considera incompatible con el activismo político una actitud poco receptiva a un amplio abanico de pseudosaberes que abarcan desde la reflexología al psicoanálisis reichiano. No estoy muy seguro de cuál es el origen de este maridaje. Tal vez la crisis de la izquierda como proyecto propositivo. Estamos tan acostumbrados a describir nuestras opciones políticas en términos reactivos –anticapitalistas, antirracistas, antiglobalizadores…– que nos atrae cualquier cosa que suene a alternativa a lo establecido, aunque sean ideas tóxicas.

¿Por qué muchos activistas bien informados en otras cuestiones piensan que Avogadro es un personaje secundario de Juego de Tronos? Imagino que creen participar de un proceso de democratización epistemológica, una rebelión contra una autoridad no elegida. Yo diría que es un punto de vista un tanto miope. Sin ir más lejos, a mediado de los años setenta, un conocido antisistema defendió con vehemencia la completa desregulación estatal de la farmacología y la abolición de las licencias médicas. Era Milton Friedman. Creía que el control del gobierno limitaba la eficacia del sector, que debía regirse exclusivamente por el juego de la oferta y la demanda. Sencillamente los consumidores rechazarían aquellos productos médicos y farmacéuticos defectuosos o ineficaces (aquellos consumidores que sobrevivieran a la desregulación, se entiende).

Tampoco es que sienta un gran respeto intelectual por el denominado escepticismo científico. Sus partidarios dan la impresión de haberse formado una idea excesivamente generosa de su capacidad intelectual tras aprobar álgebra con buena nota. Muchos escépticos tienen una comprensión de la epistemología propia de una feria de la ciencia en un colegio de curas. En el mejor de los casos, sus críticas a las pseudociencias son pedagógicas pero triviales. En cambio, en su versión dogmática y reaccionaria, el escepticismo positivista consigue el efecto contrario del que pretende.

Los escépticos son una especie de reflejo conservador de los partidarios de las pseudociencias. Los magufos piensan que la sintonía de Konrad Lorenz con el nazismo contamina las teorías etológicas o que las prácticas poco éticas de la industria farmacológica nos obliga a cuestionar los fundamentos científicos de la inmunología. Los escépticos creen que como la energía nuclear o la manipulación genética son aplicaciones de teorías científicas verdaderas, sus problemas prácticos son cuestiones menores que los izquierdistas magnifican histéricamente. En general, el escepticismo extrapola una tesis razonable aunque poco emocionante sobre las teorías –la neutralidad axiológica de los conceptos genuinamente científicos– al campo práctico. La moraleja es que si idealmente el conocimiento científico está libre de valores, también puede estarlo su aplicación práctica por parte de los expertos.

De nuevo, es una perspectiva muy miope. Desde el punto de vista de su justificación, los conceptos científicos apenas tienen contexto político y social; la tecnología, en cambio, apenas tiene otra cosa. Desarrollar una técnica o un protocolo en ingeniería, medicina o farmacología es descartar ciertas posibilidades en favor de otras. No es una inferencia a partir de unos teoremas bien definidos sino una decisión práctica en la que, entre otras cosas, influyen valores, intereses y sesgos. Cuando aceptamos la verdad científica, asentimos a la autoridad de la razón, cuando aceptamos la verdad tecnológica, asentimos a la autoridad sin más.

Negar la eficacia de la farmacología moderna en beneficio del agua destilada etiquetada con nombres exóticos es absurdo. Pero también lo es ignorar que las decisiones de las empresas farmacéuticas responden a intereses económicos que no tienen por qué coincidir siempre, ni siquiera a menudo, con los sanitarios. Es absurdo pensar que ningún interés espurio –digamos el de la segunda o tercera industria más lucrativa del mundo–, la desidia administrativa o la ideología interfieren en las propuestas y decisiones de los expertos. Por ejemplo, los conocimientos sobre biología y farmacología son los mismos en todo el mundo, pero tradicionalmente los médicos españoles han sido más renuentes a proporcionar morfina a sus pacientes que los de otros países.

Los escépticos hacen caricaturas sistemáticas del principio de precaución. Un año después de que Fukushima convirtiera Akira en un documental, los fanboys del lobby nuclear aún insistían en que la energía nuclear es segura si se usa bien. Como si los ecologistas cuestionaran otra cosa que la posibilidad práctica de asegurarnos de que la energía nuclear se usa bien, o incluso que sepamos qué significa exactamente usar bien la energía nuclear.

Del mismo modo, muchas personas que nos oponemos a la comercialización de los productos transgénicos sabemos que la recombinación de especies animales y vegetales es una práctica humana anterior incluso a la revolución neolítica. No creemos que los genetistas sean parientes cercanos de Mengele y no tenemos fantasías lúbricas con la pureza natural. De hecho, no se me ocurre ninguna objeción a que los ángeles u otros seres perfectamente racionales y moralmente irreprochables aprovechen los avances en ingeniería genética. Por lo que toca a los seres humanos, cualquier argumentación que no tome como punto de partida que el mercado alimentario es básicamente un gran casino especulativo es pura metafísica. Los transgénicos no son mejoras agrícolas, son productos financieros similares a las swaps.

En palabras de Lewis Mumford: “Los avances de la técnica nunca se registran automáticamente en la sociedad; requieren también ingeniosos inventos y adaptaciones en la política; y la mala costrumbre de atribuir a la mejoras mecánicas un papel directo como instrumentos de la cultura y de la civilización exige a la máquina más de lo que ésta puede dar”.

La postmodernidad le ha sentado mal a la sociología de la ciencia. Parece como si tuviéramos que optar entre teorías neosofísticas que cuestionan la posibilidad misma del conocimiento científico y la sumisión burocrática a lo que diga cualquier idiota moral que se ponga una bata blanca. El constructivismo social extremo es autorrefutativo, sí. Pero eso no hace más digerible el positivismo naif. Revise usted su obediencia tecnocrática, la derecha no se lo agradecerá.